Siete de la mañana, vibra el móvil, lo apago, bueno lo intento, aún soy demasiado torpe para acertar en la pantalla táctil. Mi Samsung acaba por aburrirse, pospone la alarma y me da una segunda oportunidad.
Todavía en modo zombi, me embuto las mallas y salgo a la terraza con la esterilla bajo el brazo. Estoy a punto de dejarla caer sobre el suelo, cuando el sonido de una moto madrugadora comienza a intuirse aún a lo lejos.
Entonces es cuando me doy cuenta: sobre el cable de la luz descansan en línea varios pájaros, aparentemente son todos iguales, mismo color, tamaño similar... Pero no todos se comportan igual. El ruido de la moto se acerca y me roba, nos roba, por unos segundos el silencio de la mañana que acabamos de estrenar.
La mayoría de los pajaritos salen volando, intuyendo que el estruendo representa para ellos un peligro. Sin embargo, en el cable permanecen, aparentemente impasibles, un pequeño grupo de valientes que se han quedado a observar la escena. En cuanto vuelve la calma, los fugitivos regresan a posarse junto a sus compañeros.
¿Por qué unos han salido huyendo y otros se han atrevido a quedarse? Instinto de supervivencia supongo. Ante lo desconocido, la mejor opción es siempre ponerse a salvo... ¿o no? Pues igual no. Los que se han quedado, enfrentándose a sus miedos, han podido descubrir de dónde venía el ruido y han aprendido que no hay peligro en él. Los que se han marchado nunca lo sabrán y seguirán escondiéndose una y otra vez.
Siete y cuarto de la mañana, comienzo a hacer Pilates mientras en mi cabeza siguen girando los pensamientos: ... a mí también me gustaría ser capaz de atreverme, no salir volando y permitirme ver todo lo que pasa bajo de mi cable...